La libertad no consiste en abrazar la doctrina adecuada sino en desasirse de todas ellas

sábado, 8 de septiembre de 2018

PENSAR UNA REVOLUCIÓN PARA EL SIGLO XXI



La palabra «revolución» es una de esas palabras exangües, de tan traída y llevada a lo largo de la historia por vericuetos que han culminado en desenlaces atroces, a menudo imponiendo un totalitarismo más feroz que el que se pretendía subvertir.


Cuando no, es una palabra desustanciada por el mercado de consumo que, a través de la publicidad, impone la creencia de que cualquier cualidad que se atribuya a un producto, sea ésta la innovación en un motor o en una crema facial, esa innovación le aporta en sí la cualidad de «revolucionario».


¿Qué quiero decir, entonces, cuando aludo al término «revolución»? Más allá de las convenciones del diccionario, propongo una definición como punto de partida: cambio radical que se produce simultáneamente en distintos ámbitos, tienen consecuencias trascendentales, nacen en procesos colectivos, subvierten el orden establecido.


A partir de aquí quienes crean que un cambio trascendental en la sociedad en que vivimos no es necesario pueden abandonar la lectura. A quien, por el contrario, le mueva la inquietud (se haya cuestionado que vivir hacinados en urbes, sometidos a empleos laborales extenuantes, con enfermedades psíquicas somatizadas, y con la única expectativa del consumo como fuga a un presente alienante, merece una reformulación) exige plantearse –siquiera como hipótesis– un cambio sustancial. Aunque  no esperen encontrar aquí la fórmula que remedie sus sinsabores, no es posible remediarlos  con fórmulas magistrales, quien lo crea se autoengaña:  ni existen piedras filosofales ni bálsamos de fierabrás.


El mundo moderno (la postmodernidad, la modernidad líquida, llámenle x) éste que padecemos con sus comodidades que atrofian y sus mentiras rotundas. Sostenido en un sistema que nos mantiene explotados por el trabajo a salario, la enfermedad (física o psíquica) crónica, el desprecio al de al lado, la mercantilización de los cuidados (antaño tareas del amor y el mutuo apoyo) y hasta por una «espiritualidad» como producto  al alcance de una tarjeta de crédito. Este mundo se merece un funeral y no faltan quienes entonan cantos de cisne con anticipaciones apocalípticas plausibles.


Pero si no es este mundo ¿Qué mundo? Atrevámosnos a conjeturarlo. Roto en mil astillas el ideal de progreso que prometía felicidad y nos devuelve el lodo emponzoñado del ecocidio, ¿cómo plantearnos un cambio de paradigma que descarte producir para consumir y viceversa? Esta rueda de molino en la que, como bestias de carga cegadas por un antifaz, damos vueltas y vueltas sin sentido, hay que detenerla.


No lo lograremos si no nos desnudamos de todas las mentiras con la que nos visten en el momento de nacer. No será fácil ni será cómodo, el enemigo a abatir es poderoso, tan poderoso que ha parasitado nuestro yo más íntimo y ya no nos queda ni un remanso de silencio interior en el que detenernos a oír la voz de la propia conciencia.





Y esa sí, la conciencia, es la gran revolucionaria. La revolución comienza desde la propia piel hacia adentro. Sin desparasitarnos de lo embuído desde el sistema, de todas las zonas colonizadas por él, no será posible un mundo nuevo.


Nuevos mundos proyectados tiempo atrás no fueron viables porque ésto no se tomó en consideración, se pretendió que el enemigo estaba afuera, siempre en la economía o la política y que con cambiar los rótulos bastaba. Pero una fábrica era una fábrica tanto si su titularidad era  privada como si era del Estado  no dejaba de ser una factoría de producción, de exploración del medio y de los trabajadores.


En la economía y la política se basa el paradigma actual, erraríamos una vez más si  pretendiéramos hacer un mundo nuevo  en un odre viejo. Dado que la revolución comienza en la propia conciencia del individuo necesitamos nutrirla, descartar el alimento rápido y sin sustancia que hoy el sistema nos proporciona y nos obliga a producir en su espiral de destrucción y de evasión. Destrucción del medio y de las cualidades de lo humano. Evasión como regalo envenenado, como defenestración de las propias capacidades para hacernos cargos por completo de nuestras vidas.


El alimento de la conciencia son los valores. Si las ideologías llevan al odio y el enfrentamiento, a la dominación y la violencia, a la sed insaciable, en suma, de poder, es en los valores donde nos encontraremos. Primero e imprescindiblemente a nosotros mismos después, y no menos imprescindiblemente, con los otros, nuestros semejantes. Pero ¿Hasta qué punto no nos hemos alejado de los valores? Debemos recorrer un largo trecho si queremos  poner en el centro del nuevo mundo los pilares que lo sustenten. Estos pilares han de ser bien sólidos para que ninguna bala los atraviese, si son inmateriales no podrán horadarse.


La frugalidad debe sustituir al consumo, quien necesita poco es más libre. El salariado abolido por el trabajo libre asociado, puesto que el salariado nos embrutece y nos resta vida. La propiedad privada concentrada deviene siempre en codicia, en falta de equidad, el medio es nuestra morada nos serviremos frugalmente de él y le deberemos servicio, su gestión debe ser comunal, sin eludir ni delegar responsabilidades. La libertad de conciencia no debe ser asediada por aparatos propagandísticos de ningún signo, la libertad de expresión es la forma natural de intercambio de ideas.


Este breve esbozo apunta hacia la libertad, pero no es más que un breve esbozo que nos sitúa en un ideal deseable, para acercarnos a él la tarea está por hacer. Por más que, por el momento, ese ideal se nos antoje inalcanzable en nuestras manos está el comenzar hoy, ya. Alimentemos la conciencia, hablemos de valores, centrémonos en el acopio de virtudes y desdeñemos los disvalores que el sistema nos impone.


Si hay un porvenir, su materia prima es un sujeto que, consciente de sí, moldea un barro primordial: la construcción de una ética que subvierta la ferocidad depredadora del sistema vigente.






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