La libertad no consiste en abrazar la doctrina adecuada sino en desasirse de todas ellas

domingo, 13 de agosto de 2017

LA LIBERTAD DE LAS MUJERES



El tiempo de los corsés caducaron, se nos dice, pero hay hormas dispuestas por todas partes como trampas al acecho. El mercado de consumo impone las suyas a través de la publicidad, las leyes que dicta el Estado nos condicionan las vidas, el uno y el otro, juntos y aliados, nos amordazan con su implacable  camisa de fuerza. No somos libres ni en el reducido ámbito de lo personal, pues hasta en la intimidad se nos dicta lo que tenemos que hacer, y hasta qué es lo que tenemos que pensar.


Se nos vendió como libertad que produjéramos para el Capital, se nos vendió como emancipación que el Estado se encargara de nuestros hijos, de nuestros padres y abuelos, porque, así, finalmente, alcanzaríamos la igualdad con los hombres.


Y ese día histórico llegó: alcanzamos ser explotadas como mano de obra para la producción. Como ellos, nuestros compañeros, nos sometimos a un salario, a un trabajo duro y alienante, a jornadas extenuantes, sin tiempo para la convivencia, sin ánimo para los afectos, sin aliento para los cuidados. Y nosotras, desde entonces, ya no somos las mismas. Nuestras familias se quebraron, nuestros hogares se anegaron de incomprensiones mutuas. No encontrábamos explicación a tamaña infelicidad, si el trabajo asalariado nos iba a hacer libres e iguales por qué no nos sentíamos bien, por qué el paraíso estaba  siempre en otra  parte.








El Mercado, nuestro patrón, propuso sus «soluciones», después de la dura jornada laboral –de la que no nos eximieron– nos ofrecía el tentador escaparate del consumo: máquinas para el hogar, maquillaje para disimular las ojeras, ropas para disfrazarnos de burguesas, comprimidos y grajeas para el dolor existencial. Así como una variada gama de artefactos y simulacros de una dicha impostada también para los nuestros. El lujo y la alta velocidad de los coches que se compraban a plazos, la falacia de la casa en propiedad, que no era sino endeudamiento. Pero atrapadas, junto a los nuestros,  en esa rueda, no había marcha atrás.



El Estado también aportó sus imprescindibles  «soluciones», porque sin él la rueda de la producción no estaría debidamente engrasada. Nos contó que no éramos sino unas ingenuas y que necesitábamos de su guía y protección. Nos dijo que los responsables de nuestras desdichas eran nuestros maridos y compañeros, porque desde siempre habían sido brutos y mezquinos y que haríamos bien en darles unas lecciones, que él, el Estado, nos ayudaría a ponerlos en su lugar. Así fué como, con la colaboración de muchas mujeres,  bastantes de ellas emparentadas con el patrón, nos convencieron de que debíamos enfrentarnos a esos tiranos que compartían nuestro lecho, nuestros desvelos y nuestro cansancio. Si eran los padres de nuestros hijos no importaba, las necesarias e imprescindibles éramos nosotras, porque éramos más listas y por eso ellos nos tenían ojeriza desde siempre, lo que pasa que nosotras no nos habíamos dado cuenta, pero ahora que ya estábamos debidamente informadas debíamos estar alertas para que ellos se comportaran como tenían que comportarse. También nos dijeron cómo era el comportamiento que ellos tenían que tener, y que si no lo cumplían nos ayudarían a encauzarlos.



Promulgaron leyes, nos sobornaron con prebendas, comprábamos aún más pero el caso es que nuestros hogares estaban cada vez  más deshechos. Después de la jornada laboral había poco tiempo, y ese escaso tiempo era empleado en dirimir conflictos.



Los hijos eran una sobrecarga, nos dijeron, (la maquinaria de la producción no podía parar), se cerraron guarderías y se abrieron centros de planificación familiar, donde podías conseguir anticonceptivos o abortar.  Al patrón no le gustaban los embarazos y por conservar nuestro puesto laboral debíamos convencernos de que lo prioritario era obtener un sueldo con que sufragar las deudas. Así que nos convencieron para que  tuviéramos tan sólo uno o no los tuviéramos en absoluto.



De ese modo los niños, nuestros hijos (con frecuencia hijo único) se convirtieron en algo parecido a un objeto de lujo que los adultos podíamos emplear para justificaciones variadas. A menudo eran testigos de las disputas entre sus padres, tan empeñados que andábamos en nuestras querellas y rencillas. En caso de divorcio, desenlace frecuente, solían quedar con nosotras, porque una madre es siempre imprescindible, no así el padre, que como parte integrante de un género siempre sospechoso de causar agravios ancestrales, había que tratar con recelos.



En los últimos años todo no ha hecho sino empeorar. Las brechas se han agrandado y aunque aún nos siguen ofertando «soluciones» y prebendas, las explicaciones que nos ofrecen son cada vez más rebuscadas, quizá porque se las inventan, o tal vez porque siempre se las inventaron.



La desdicha no sólo no se ha atenuado sino que aumenta y está alcanzando un grado tal de enrarecimiento que la violencia, soterrada o explícita, cada vez es menos excepcional y más discrecional. Lo que viene a justificar el aumento de leyes y de policía.



Así que algunas de nosotras, muy pocas, (porque tantas aún siguen convencidas de que el Estado y el Mercado las protegen y las quieren), estamos sin saber qué hacer pero conscientes de que lo hecho no es un camino que lleve a buen puerto. Desconfiamos de todos los discursos, porque creerlos nos ha llevado hasta aquí.  Los discursos nos han sido inculcados. Estamos siendo tuteladas.  Algunas leyes nos favorecen pero  en detrimento de los no favorecidos, y esos desfavorecidos no sólo son nuestros ex maridos y padres de nuestros hijos sino que son nuestros hermanos, compañeros, amigos, hijos o nietos, y no queremos unos favores que a ellos les generan menoscabo. Ni el Estado ni el Mercado saben qué es el  afecto pero ni nosotras ni nuestros hombres podemos vivir sin él.



Ha llegado el momento de buscar la libertad, despojarnos de las tutelas envenenadas, los discursos inventados para el engaño, inculcados con engaño. Ha llegado el momento de rechazar los sobornos, no necesitamos de la protección de los poderosos, esa protección es dominación, nos empuja a enfrentarnos con los nuestros, a los que un día quisimos y nos quisieron, a los que queremos querer y que nos quieran.



Esa libertad nuestra, de las mujeres, por nosotras y desde nosotras, sin intermediaciones ni portavocías, nos la ganaremos a pulso, porque somos seres humanos completos, porque estamos hechas para el amor, porque sabemos pensar, porque sabemos esforzarnos, porque sabemos construir mundos con nuestras manos y sabemos traer vida a este mundo.



Esa misma libertad, ni más ni menos, es la que ellos, nuestros hombres, también ganarán, porque también ellos son seres humanos completos, por que también ellos crean este mundo con sus manos, porque sin ellos no traeríamos vida a este mundo.



Tendremos, hombres y mujeres, la dicha de crecer en lo humano, llegará el día que juntos, tan juntos y tan revueltos como marca nuestra especie, alcancemos la alegría de reencontrarnos para no volvernos a perder.  










 






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