Hoy ha venido a visitarme Durruti. Sí, ése, el histórico anarquista. Naturalmente no ha venido a casa. Nos hemos encontrado en un banco del parque donde suelo pasear a la Cuqui los días soleados.
Le reconocí enseguida, aunque no llevaba el uniforme de miliciano, sino una chaqueta de lana raída. Sentado al sol, leía un manoseado libro cuyo título el tiempo había borrado. Cuando me acerqué, desatendió la lectura.
La Cuqui ladraba jubilosa enredada a mis piernas, le tiré la pelota y se alejó, dejando entre el hombre cejijunto con barba de tres días y yo una pausa de silencio elocuente; con un gesto me invitó a compartir el asiento.
Desde el principio supe quien era porque llevaba un mundo nuevo en su corazón. Sin aún haber intercambiado palabra alguna, abrió su chaqueta y extrajo del bolsillo interior izquierdo un papel plegado. Lo colocó sobre la ruda madera en el espacio que mediaba entre los dos y pude ver que era un mapa del mundo. No era político sino físico, en él se reflejaban las cordilleras y los lagos, los océanos aparecían en un límpido turquesa.
Sin saber cómo (por una extraña elipsis del tiempo) me encontré hablando de forma apresurada, refiriéndole acerca del heteropratiarcado, los cisgéneros, las niñas con pene y los niños con vulva, con palabras atropelladas.
Se levantó con parsimonia, se reacomodó los gastados pantalones y se dispuso a marcharse no sin antes recoger el mapa físico del mundo, ahora más descolorido.
Se alejó prado abajo con larga zancada hasta desaparecer entre la concurrencia, que junto al estanque alimentaba a los patos sin advertir cómo la pitanza era engullida por una colonia de ratas escondidas entre los juncos.
Lo llaman sueños, dicen, porque son interpretables, yo creo que lo llaman sueños porque son absurdos, quizá. La Cuqui regresó con la pelota babeando entre sus dientes. Luego las dos tiramos para casa, ella con paso jublioso, yo arrastrando los pies con torpeza.
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