La libertad no consiste en abrazar la doctrina adecuada sino en desasirse de todas ellas

miércoles, 15 de noviembre de 2017

SENTIMIENTO DE IDENTIDAD NACIONAL


Los recientes acontecimientos en Cataluña y la orquestación mediática que han generado nos han impulsado a cuestionarnos acerca de qué es la identidad nacional. Más allá de diccionarios políticos o atlas de historia, cuyas consultas probablemente se habrán visto incrementadas estos días, hemos asistido a una inundación de reacciones en la red. La visceralidad ha primado sobre la reflexión y no únicamente porque el ruido alcanzó niveles ensordecedores sino porque de repente todos actuábamos como si nos hubieran mentado a la madre, aunque no todos exaltados por idéntico motivo.

Hay un diccionario no escrito de palabras contaminadas por el abuso. En España la palabra «patria» o «patriotismo», salvo en ámbitos militares o filomilitares, no goza de buena reputación. Cuarenta años de dictadura militar más los últimos cuarenta de apropiación por la derecha, heredera de la dictadura, de la bandera rojigualda (aunque en la versión constitucional), no alientan a una mayoría de la población a venerarla, aunque, no obstante, fuera agitada en las glorias de la selección de hace unos años.

El patriotismo catalán que demandaba independencia, una secesión territorial de España (ese mapa que todos reconocemos desde los tiempos escolares) puso a la defensiva a algunos que de repente se reconocieron españoles según ordena la constitución vigente y que, conforme a ello, obedecieron al impulso de correr hacia el bazar de la esquina a comprar una bandera, doblada en mil pliegues, para, sin demoras con la plancha, colgarla en el balcón. Ni qué decir de los avatares con la enseña que provocaron discusiones virtuales y baneados a mansalva y no necesariamente de catalanistas sino de esa otra España con sentimiento tricolor.





Muchas veces me he preguntado estos días, y hasta me he atrevido a preguntar a terceros, qué es ser español. Nadie, ni los portadores de avatares rojigualda, me han respondido. Definir los sentimientos, se entiende, no es fácil, a menos que sea uno poeta o propagandista. El nacionalismo (de cualquier bandera) es un sentimiento de exaltación que debe mucho a la propaganda desde la consolidación de los estados–nación hace unos trescientos años. Cuando la propaganda no ha resultado suficiente se ha impuesto por las armas. Se reaviva si es amenazado. El español, que parecía dormitar, se ha visto vivificado. También la rebelión catalanista ha alentado a los denominados nacionalismos periféricos, incluso a alguno marginal como el andaluz.

Entre las preguntas que barajábamos se encontraba la que se han planteado los catalanes no independentistas, con una respuesta casi unánime: soy catalán y español (o viceversa). Respuestas análogas parecen coincidir en la mayoría de la población de otras zonas geográficas del mapa hispánico.

Hablar de sentimientos implica hacerlo en primera persona del singular, lo que se siente es personal e intransferible, aunque luego, cotejando, haya coincidencias con otros. Coincidir con otros, con cuantos más mejor, es una necesidad del humano como ser social. La confrontación incomoda, si es permanente crea brechas que se tornan irreconciliables, ello es advertido por muchos catalanes no independentistas de diversas ideologías.

No puedo soslayar el autoexamen de mi identidad ¿Me siento más andaluza o antepongo la españolidad? Tan sólo respondo «española» en el apartado «nacionalidad» cuando se trata de algún cuestionario burocrático o viajo al extranjero. Así que puedo confesar que no tengo un sentimiento de españolidad. Siento más proximidad sentimental con lo andaluz, sin que eso me lleve a  reclamar un Estado para Andalucía, ni a reivindicar una nueva frontera, ya hay demasiadas. Tampoco me suscita ningún complejo de inferioridad o superioridad, en el supuesto de que me comparara con personas de otros territorios. No deseo adoctrinar en andalucidad a nadie ni siento orgullo de ser andaluza, como no me siento orgullosa de haber nacido  morena con los ojos castaños. No suelo encontrar motivo de orgullo en cuestiones que no he elegido, en las que ha intervenido el azar y no mi voluntad, entiéndase: no es como alcanzar una marca en los cien metros en caso de entrenarse con ahínco en ello.

De niña y hasta entrada la adolescencia viví en otras comunidades de España, dos de ellas con lengua propia, lo que me hizo comprender tempranamente que el pueblo es diverso y en cada territorio presenta unas peculiaridades. Tal vez por ello no entiendo, más allá de la burocracia y el mapa escolar, qué es España, qué es ser español. Del mismo modo, sintiéndome más cercana a lo andaluz, no encuentro homogeneidad en Andalucía, sino diversidad, un sevillano no es un almeriense ni falta que hace. No me ofendería si alguna población de las incluidas en el territorio andaluz se declarara no andaluza si sus habitantes así lo prefirieran libres de coacciones. Tampoco, por tanto, me he sentido ofendida con aquellos que desean materializar una secesión en Cataluña. Sí, sin embargo, por los procedimientos empleados, utilizando la coacción y la manipulación para tal fin, porque en ese caso empatizo con los coaccionados.

Quizá se me atribuya una indolencia con respecto al cumplimiento de la Constitución o un desapego con las inculcadas doctrinas escolares. Sucede que, así como no me identifico con los terratenientes, tampoco me identifico con el Estado. Si alguna duda me cabe con respecto al sentimiento de españolidad no me cabe ninguna al respecto de que España es un Estado que, como tal, se impuso a sangre y fuego sobre los pueblos diversos de la geografía que hoy la conforman, que la conforman según una legislación elaborada sin participación popular y contraviniendo los modos de convivencia tradicionales, hoy sepultos por la hegemonía  estatal. Por eso nada tengo que decidir sobre una localidad, sobre un territorio, que no habito. Sobre un territorio, una localidad determinados, quienes deben decidir son sus habitantes, en libertad, que las tierras no son sino legítimamente del pueblo que en ellas convive y que el modelo de gestión más justo es el comunal mediante asambleas y la libre federación.

La bandera tricolor, que se atribuye a la izquierda obviando que representa la II República, un modelo de Estado que contó con gobiernos de derecha y que no logró tampoco, como en la primera proclamación, consolidarse. Fue legal tal como hoy lo es la aplicación del artículo 155 de la Constitución que ha suspendido el gobierno de la Generalitat. La legalidad en cada periodo histórico la determina el más fuerte por lo que no coincide con la justicia.

Vivimos en una sociedad altamente ideologizada, adoctrinada hasta la náusea, las diatribas ideológicas no hacen sino añadir confusión. Así hemos sido testigo de cómo las izquierdas, definidas internacionalistas, se han puesto (aunque no unánimemente) de parte de uno de los nacionalismos enfrentados, el periférico, porque la rojigualda  y el partido en el gobierno representan la derecha. La única izquierda que ha apoyado al gobierno es la más tibia, la que se turna en el poder. Tanto la izquierda más veterana como las renovadas han obviado que el nacionalismo periférico también es, mayoritariamente, de derechas.

Con todo, la división más llamativa la han protagonizado las organizaciones libertarias. Hemos asistido a la tácita proclamación de un anarquismo pro estatal que ha perdido pié, coherencia y rumbo apoyando un protoestado: la república catalana, burguesa y de chichinabo, que obvia el conflicto de clases.





La aculturación que propicia la globalización en curso nos desarraiga y nos aliena. Rota la convivencia que definía al pueblo como sujeto político en combate contra los estamentos de la dominación, no somos sino individuos pusilánimes, dóciles ante el poder y en batalla perpetua entre iguales. En este río revuelto los vendedores de arcadias supuestamente felices encuentran su agosto. Nos lo demuestra a diario el mercado de  consumo, todo producto se vende si son agitadas las adecuadas emociones, se trate  de un coche o de una ínsula barataria. Si algo define al sujeto de la postrera modernidad es su propensión a ser engañado con la mentira que le gusta.












































































































































1 comentario:

  1. Concha un placer leerte. Estoy empezando a recuperar la esperanza y la confianza en el ser humano por ese sentido común que trascienden tus palabras

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