La libertad no consiste en abrazar la doctrina adecuada sino en desasirse de todas ellas

domingo, 25 de mayo de 2014

Soledades de domingo... Amores de lunes

Soledades de domingo

 I

En un supermercado de una gran firma nacional, los compradores menudean en la tarde de domingo. Se trata de uno de esos locales con amplio horario de apertura que abarca hasta altas horas de la madrugada e incluye festivos. En la cola que aguardan tres o cuatro personas frente a la única caja operativa, un hombre de unos sesenta años se dirige a la mujer de mediana edad que le precede: " Vive uno solo y la tarde del domingo se hace larga, parece mentira que un domingo haya  necesidad de comprar, es como si a uno le faltara algo siempre, se deja llevar por el impulso de bajar precipitadamente a la calle aunque sea al supermercado". La mujer contempla los objetos completamente prescindibles que porta en sus manos quien le habla, no dice nada, paga al cajero la revista que un momento antes ha escogido del expositor de prensa y sale a la calle. 

Mientras espera el autobús que la llevará a casa, hojea las páginas de papel satinado, donde se despliega a todo color el diseño interior de grandes mansiones familiares, operación que se ve interrumpida por la llegada del vehículo. Antes de abordarlo guarda en el bolso su compra vespertina del domingo y pone rumbo a su piso de soltera de apenas cuarenta metros en un barrio.

II

En la terraza de una céntrica cafetería no todas las mesas están ocupadas a última hora de la tarde del domingo. Avanza la primavera y las temperaturas invitan a esperar la hora del atardecer para tomar un café o un refresco cuando aún no es hora del aperitivo.

La mujer de apenas treinta años ha llegado pronto a su cita y le contraría tener que aguardar sola la llegada de ese hombre a quien empieza a conocer y en quien deposita las esperanzas aún no muy precisas de una relación. 

Distrae la mirada entre las mesas a medio ocupar del entorno mientras es abordada por una mujer de edad que amablemente le solicita permiso para ocupar asiento a su lado. La sorpresa,  por un instante, la sume en la confusión, no sabe qué exactamente quiere la desconocida de aspecto honorable y atildada vestimenta: "¿Perdone?", "Sí, le decía si no le importa que le haga un rato compañía pues he visto que está usted sola en esta mesa", "ah, no, es que, verá...estoy...estoy esperando a alguien", sonríe azorada, la señora de edad le devuelve la sonrisa sin azoramiento y con resignada aceptación se retira de la mesa.

La mujer no alcanza a comprender por qué una desconocida  ha solicitado asiento en su mesa cuando hay tantas sin ocupar en la terraza, además, se dice para sí, alguien de aspecto tan agradable no es probable que sufra algún trastorno mental. Pero advierte que la señora vuelve a solicitar asiento entre las pocas personas que están ocupando solas una mesa, con el mismo resultado infructuoso.

El sol ha bajado en el horizonte y está a punto de desaparecer cuando llega, puntual a la cita, el hombre a quien está aguardando. Su presencia la rescata de cualquier otra observación, tienen mucho que decirse, él la atrae poderosamente. 

Transcurridos unos minutos, en un punto de inflexión en el diálogo, la mujer advierte que la desconocida que mendigaba compañía ha acabado sentándose, sola, en una mesa en el centro de la terraza, donde se deleita con una infusión que escancia con parsimonia de una tetera, sus facciones delatan aplomo, aceptación y un esbozo de sonrisa vuelta hacia su propios pensamientos.



 

Amores de lunes

I

En días laborables, las horas se compilan entre informes, agenda compartida, asuntos pendientes que requieren puesta en común de ideas, son compañeros que en la pausa para el almuerzo conversan animadamente, prestándose entre sí cuidada atención aunque la trivialidad del tema no requiera entrar en matizaciones precisas. La mujer, de facciones regulares y ancha sonrisa, es levemente más baja de estatura que  el hombre que camina a su lado, de complexión atlética y calvicie completada por un rapado integral que hace de su cráneo una efigie de moneda antigua. Pronto culminarán la cuarentena y doblarán la esquina de una década que inaugura decenio. Los hijos crecen, es de agradecer que vayan dejando atrás la voluble adolescencia, a veces el parentesco sanguíneo o político salpica el diálogo de anécdotas familiares, los respectivos cónyuges no siempre quedan al margen de ese territorio común de la oficina que solo a ellos dos pertence, pero cuando los aluden lo hacen como de pasada, como quien hace un cuenteo de inventario.

En casa dan por descontado el calor de lo reconocido, los hijos, el marido, la mujer, presentes durante años, en un discurrir de afectos, discusiones, acuerdos y apego de lo tibio que alimenta los apetitos básicos: el calor de manta en invierno, la ráfaga de ventilador en verano, yo también a tí, díselo a mamá, ha llegado tu padre, saca los pies de encima de la mesa, sólo faltan los cubiertos, he pedido un anticipo. 

Pero anécdotas al margen, la oficina es  un paréntesis en lo familiar cotidiano, conforma una vida en paralelo que es otra vida, una complicidad tácita, sin definiciones que acoten, sin necesidad de concreciones más allá de la sonrisa, la mirada cálida, ocho horas diarias, cinco días a la semana. Sin citas a escondidas, sin engaños.

Cada mañana, al ritmo de la alarma del despestador, se irán desperezando esas otras cuestiones que sólo atañen al mundo de la oficina, una página nueva en el dietario, asuntos por resolver que se comparten, la hora del almuerzo, la sonrisa ancha, un casual roce de antebrazos, una circunstancial   palmada en la espalda, ese brillo que luce al fondo de una mirada, el lunes es el primer día de la semana.


 II


Han entrado al bar donde suelen desayunar a diario para tomar un bocadillo aprovechando una pausa entre clases. Tienen apenas veinte años, el muchacho alto con gafas de pasta se expresa con enfático amaneramiento, el otro, que le aventaja en estatura, le convierte en blanco de sus confidencias.

- Joder, tío, estoy fatal

- Eso digo yo, hay que ver qué mañana llevas, por Dios
  
- No he pegado ojo en toda la noche

- ¿Y eso?

- Esa rubia que me trae loco

- ¿La...? y qué que te trae malo, ¿no?

- En un sin vivir

- Pero que te pone...

- Que no paro de comerme el coco

- Pero tú no te...

- Sí, pero para nada, ni por esas duermo

El muchacho amanerado suelta un histriónico suspiro, el que acaba de confesar su rendido amor por una rubia ausente de la escena tiene el rostro abatido por el insomnio, así permanecerá durante bastantes días consecutivos. Quien le observa lo hace con una mezcla de conmiseración y envidia. Es alto, con un cuerpo levemente musculado por la práctica del baile, el pelo negro ensortijado le cae en cascada sobre la frente, en el rostro una belleza de Grecia antigua. 

Deambulará como un trasgo en noches de luna durante semanas, su figura forma parte del paisaje cotidiano en las inmediaciones de la Escuela Superior. 

Algunas semanas después de la confidencia en el bar, reaparece de nuevo en el local, esta vez acompañando  a una muchacha. Ella, nítida la piel en labios y cutis, es lánguida y frágil como suelen ser las mejores rubias.  Se dirige a la máquina expendedora de bebidas girando el cuerpo hacia su derecha, escorzo que el muchacho amaga con abrazar sin acertar a hacerlo, sus brazos parecen ejecutar un movimiento de danza truncado pues no ha alcanzado a aferrar la cintura de ella, sus manos aventan el aire que la rodea, como abriéndole camino en el espacio vacío. Hasta cierto punto los gestos pueden ser contenidos por la razón, la mirada, sin embargo, es delatora si ha sucumbido a un hechizo. La está queriendo con los ojos sin llegar a alcanzarla.

No se les ha vuelto a ver juntos ni en lo que restaba de aquel curso ni ya avanzado el siguiente. Tampoco nadie ha comprobado si en el patio porticado de la Escuela ha brotado, fruto del amor esquivo, un laurel.

en luengos ramos vueltos se mostraban
Apolo y Dafne (Bernini)



A Dafne ya los brazos le crecían
y en luengos ramos vueltos se mostraban;
en verdes hojas vi que se tornaban
los cabellos qu'el oro escurecían;
  de áspera corteza se cubrían 
los tiernos miembros que aun bullendo 'staban;
los blancos pies en tierra se hincaban
y en torcidas raíces se volvían.
  Aquel que fue la causa de tal daño,
a fuerza de llorar, crecer hacía 
este árbol, que con lágrimas regaba.
  ¡Oh miserable estado, oh mal tamaño,
que con llorarla crezca cada día
la causa y la razón por que lloraba!
Garcilaso

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