Los recientes acontecimientos en Cataluña y la orquestación mediática que han generado nos han impulsado a cuestionarnos acerca de qué es la identidad nacional. Más allá de diccionarios políticos o atlas de historia, cuyas consultas probablemente se habrán visto incrementadas estos días, hemos asistido a una inundación de reacciones en la red. La visceralidad ha primado sobre la reflexión y no únicamente porque el ruido alcanzó niveles ensordecedores sino porque de repente todos actuábamos como si nos hubieran mentado a la madre, aunque no todos exaltados por idéntico motivo.
Hay un diccionario no escrito de palabras contaminadas por el abuso. En España la palabra «patria» o «patriotismo», salvo en ámbitos militares o filomilitares, no goza de buena reputación. Cuarenta años de dictadura militar más los últimos cuarenta de apropiación por la derecha, heredera de la dictadura, de la bandera rojigualda (aunque en la versión constitucional), no alientan a una mayoría de la población a venerarla, aunque, no obstante, fuera agitada en las glorias de la selección de hace unos años.
El patriotismo catalán que demandaba independencia, una secesión territorial de España (ese mapa que todos reconocemos desde los tiempos escolares) puso a la defensiva a algunos que de repente se reconocieron españoles según ordena la constitución vigente y que, conforme a ello, obedecieron al impulso de correr hacia el bazar de la esquina a comprar una bandera, doblada en mil pliegues, para, sin demoras con la plancha, colgarla en el balcón. Ni qué decir de los avatares con la enseña que provocaron discusiones virtuales y baneados a mansalva y no necesariamente de catalanistas sino de esa otra España con sentimiento tricolor.