La libertad no consiste en abrazar la doctrina adecuada sino en desasirse de todas ellas

lunes, 6 de enero de 2014

Pasajeros en el autobús

Los autobuses urbanos suelen ser una escuela de aprendizaje, si agudizamos los oídos podemos escuchar fragmentos de cotidianeidad que conforman un colage de la vida en las ciudades. Lo mismo  nos valen para detectar el estado de opinión surgido en torno a la última noticia de alcance que para escuchar la penúltima banalidad del día. Ocasionalmente, nos pueden proporcionar una anécdota de interés, algo que rompe la común rutina o, muy  extraordinariamente, pueden mostrarnos gestos de solidaridad inesperada. 

Hace unos días, cuando volvía más tarde de lo habitual del trabajo y el cansancio acumulado me hacía codiciar un asiento vacío en el repleto autobús, se produjo uno de esos gestos tan inesperados por escasos. Un hombre de mediana edad me cedió su asiento. Como no obedezco a ningún perfil de usuario que deba ser tenido en especial consideración (como se encargan de recordarnos las pegatinas indicativas que reservan asientos a minusválidos, embarazadas, ancianos o lisiados)  y como el asiento cedido no pertenecía a los destinados a tal cuestión, me causó desprevenida sorpresa. 

Quise agradecer la cortesía con una sonrisa pero pronto, como desentendiéndose de su gesto de amabilidad, el hombre se alejó unos pasos sin esperar respuesta alguna. No sé si se trataba de un buen samaritano que no quería que su mano derecha supiera lo que hacía la izquierda al tener un acto de conmiseración con un semejante o, por el contrario, temía que pudiera haber cedido el asiento a una feminista furibunda, que le pudiera montar un pollo en público por hacer gala de una caballerosidad trasnochada. 

El asiento me reconfortó un instante y también pensar que, sencillamente, había detectado el cansancio en mi cara y determinado que lo necesitaba más que él. Sería por tanto una persona de agudizada empatía, de esas que no abundan ni en los autobuses urbanos ni en casi ningún otro lugar. Porque para detectar ya sea el cansancio, la tristeza, la preocupación o cualquier otro gesto en la cara de otra persona tenemos que, inexcusablemente, mirarla. Pero mirarnos a la cara los unos a los otros viene siendo un hecho bastante excepcional. Para evitarlo siempre tenemos a mano alguna pantalla: el smartphone, el ebook, el mp4; o bien objetos más tradicionales: la prensa gratuita,  el libro de papel o, incluso, en casos de necesidad extrema, nos puede socorrer un catálogo comercial. El caso es parapetarnos, evitar mirar al otro. ¿Pero por qué no nos miramos? ¿Tememos detectar que haya alguien más cansado que pueda necesitar el asiento?

La mirada es el primer acto de reconocimiento sobre el otro.  Me mira, luego existo, le miro, luego no es un bulto sospechoso. No les miro, luego desaparecen. Cada día en las horas punta, desaparecen millones de individuos en las ciudades del mundo. Sin embargo ninguna pantalla o papel recoge el titular. Es una catástrofe que pasa desapercibida como la lenta erosión de un paisaje.

Alzar los ojos de la pantalla, despegarlos del papel, de la ventana, mirar despacio alrededor, advertir que hay gente, alguna persona, esa mujer que parece cansada...¿Y si al mirarnos nos damos la posibilidad de existir?

jueves, 2 de enero de 2014

Revisionando Solas, de Benito Zambrano



Llegué tarde, sobre las diez, y como tantas veces hago, pulsé por inercia el interruptor del televisor  para espantar con un gesto las horas deshabitadas de la casa. En la pantalla imágenes reconocibles:  la película Solas desarrollaba su trama de vidas minúsculas enfrentadas a la dura realidad cotidiana. Ya llevaba unos minutos de metraje y me propuse no verla por enésima vez, pero me fue atrapando como en tantas ocasiones anteriores. 

La película se desarrolla en una ciudad reconocida por mí, la mía, aunque bien podría situarse en cualquier gran ciudad. En 1998 tuve ocasión de leer el guión al completo y la lectura me emocionó hasta la lágrima. Asistí  a algunas jornadas del rodaje y al estreno que se hizo después para el equipo participante. El montaje se dejó en el tintero algunos fragmentos de guión, pero el resultado no cercenaba ni un ápice la verdad que transpira la obra, de modesto presupuesto pero sincero arte. Pues arte es aquello que nos conmueve en lo más hondo. Y esta película logra hacerlo. Porque nos habla sin alzar la voz de cuanto en la vida humana es crucial.   Que el habitante de la gran ciudad vive de espalda a quienes le rodean, ajeno a la vida de los otros, anegándose con ello en la propia vida en soledad. 




María es una trabajadora precaria que ha de buscarse el jornal diario limpiando. Apenas si se relaciona con el dueño del bar del barrio a quien trata como clienta. Recibe en su casa, por unos días, la visita de su madre que ha llegado del pueblo con el padre, ingresado de gravedad en un hospital. 

Apenas llega la madre descubre la sordidez que rodea la vida de la hija, alojada en una casa cuyas ventanas están cegadas por un muro de ladrillos. Pero el aire nuevo entrará en aquella casa cuando, día tras día, con pequeños gestos: unas macetas que aportan colorido, un jersey tejido con primor, un sopicaldo que entona el estómago; la madre va proporcionándole lo que está acostumbrada a dar a cuantos la rodean, cuidados y atención. La joven mantiene una relación esporádica con un hombre de quien ha quedado embarazada, con 35 años piensa que es una oportunidad de ser madre que tal vez no se repita en su vida. Pero el hombre no quiere ser el padre de su hijo, lo más que consiente es en aportar dinero para que aborte, ni siquiera se ofrece a acompañarla, le repite que nunca le prometió nada, más que sexo sin compromisos. Esta situación es una vuelta de tuerca más en una existencia ya de por sí amarga.

Sin valor para afrontar sus problemas, empapa su miedo y soledad en alcohol o apuesta a la suerte con un cupón que nunca le favorece. 

María no es la única que vive sola en la ciudad, muy cerca de ella un jubilado tiene por toda compañía un perro, son vecinos y ni se conocen. Es la madre la que entabla relación de vecindad con él y le asiste cuando se ve necesitado de ayuda. Algo que agrada y azora al hombre de edad, quien repite que no quiere dar molestias. “Pero qué molestias -contesta ella- los vecinos estamos para ayudarnos”.  Rosa, mujer rural que ni siquiera sabe leer, es dueña del gran secreto, de la verdad que hemos olvidado, que los vecinos estamos para ayudarnos.  

Nos enseña también que el médico de la seguridad social no es sólo un profesional de bata blanca sino el padre reciente de una niña a quien le va a venir muy bien que le teja un jersey rosa. La profunda humanidad de esta mujer va cambiando la vida de cuantos  tratan con ella y al marcharse, una vez dado de alta el marido de la enfermedad, dejará detrás una huella indeleble. Por lo pronto la hija y el vecino ya se han dado a conocer gracias a su intermediación y a partir de ahí se tratarán y ayudarán como vecinos que son. Se escucharán mutuamente y, con el tiempo, irá naciendo un genuino afecto entre los dos. 

El final, lejos de ser un final “feliz” tipo Hollywood, es un final realista y esperanzador al mismo tiempo. María será capaz de afrontar con valentía su vida, ya no se siente sola, tiene un padre adoptivo en su vecino, y un abuelo para su hija, la que se ha decidido a parir sin pareja. Rosa ya los ha dejado a los dos, porque culminó serenamente sus días en una tarde que contemplaba plácidamente en el campo una puesta de sol. Pero nunca los dejará del todo porque sembró en ellos esas verdades tan arcaicas que necesitamos hoy que nos recuerden a todos, allá a donde vayas prodiga respeto, cariño y cuidado desinteresados, ese es el secreto de la vida humana que Rosa conocía sin necesidad de haberlo leído nunca en un libro. 
"Los vecinos estamos para ayudarnos"



miércoles, 1 de enero de 2014

Principio y comienzo

Comienza el año y con él arranca este blog, todo proyecto que nace viene cargado de futuro, de esperanzas. En esta bitácora no encontraréis eruditas reflexiones sino tan sólo miradas oblicuas sobre el cotidiano devenir del habitante de ciudad, un habitante cada día más deshabitado -de otros, o por otros- y más deshabituado, más desacostumbrado a las buenas costumbres del vivir y el convivir. Debe ser porque su hábitat se ha hecho inhábil, impropio, desmadejado. Debe ser porque los cristales le asaltan, le cercan, le reducen, le confinan. Hay una sociedad de las pantallas que asocian en mosaico cristales entintados, ahumados, llenos de viciado vaho, que no deja ver más allá. Pero hay un más allá que se presume, algo como rastros de memoria, jirones de papel, el deshilado de un tejido rasgado apenas. Las teselas de ese mosaico, coloreadas e incesantes, crean una realidad virtual alejada de las virtudes, una realidad que podría ser pero que no tiene la potencia de ser, una realidad aparente, sin verdad. La verdad está velada por los cristales y es un sueño hacerlos añicos, resquebrajarlos al menos se propone el trabajo que hoy arranca en esta página.