
Hace unos días, cuando volvía más tarde de lo habitual del trabajo y el cansancio acumulado me hacía codiciar un asiento vacío en el repleto autobús, se produjo uno de esos gestos tan inesperados por escasos. Un hombre de mediana edad me cedió su asiento. Como no obedezco a ningún perfil de usuario que deba ser tenido en especial consideración (como se encargan de recordarnos las pegatinas indicativas que reservan asientos a minusválidos, embarazadas, ancianos o lisiados) y como el asiento cedido no pertenecía a los destinados a tal cuestión, me causó desprevenida sorpresa.
Quise agradecer la cortesía con una sonrisa pero pronto, como desentendiéndose de su gesto de amabilidad, el hombre se alejó unos pasos sin esperar respuesta alguna. No sé si se trataba de un buen samaritano que no quería que su mano derecha supiera lo que hacía la izquierda al tener un acto de conmiseración con un semejante o, por el contrario, temía que pudiera haber cedido el asiento a una feminista furibunda, que le pudiera montar un pollo en público por hacer gala de una caballerosidad trasnochada.
El asiento me reconfortó un instante y también pensar que, sencillamente, había detectado el cansancio en mi cara y determinado que lo necesitaba más que él. Sería por tanto una persona de agudizada empatía, de esas que no abundan ni en los autobuses urbanos ni en casi ningún otro lugar. Porque para detectar ya sea el cansancio, la tristeza, la preocupación o cualquier otro gesto en la cara de otra persona tenemos que, inexcusablemente, mirarla. Pero mirarnos a la cara los unos a los otros viene siendo un hecho bastante excepcional. Para evitarlo siempre tenemos a mano alguna pantalla: el smartphone, el ebook, el mp4; o bien objetos más tradicionales: la prensa gratuita, el libro de papel o, incluso, en casos de necesidad extrema, nos puede socorrer un catálogo comercial. El caso es parapetarnos, evitar mirar al otro. ¿Pero por qué no nos miramos? ¿Tememos detectar que haya alguien más cansado que pueda necesitar el asiento?
La mirada es el primer acto de reconocimiento sobre el otro. Me mira, luego existo, le miro, luego no es un bulto sospechoso. No les miro, luego desaparecen. Cada día en las horas punta, desaparecen millones de individuos en las ciudades del mundo. Sin embargo ninguna pantalla o papel recoge el titular. Es una catástrofe que pasa desapercibida como la lenta erosión de un paisaje.
Alzar los ojos de la pantalla, despegarlos del papel, de la ventana, mirar despacio alrededor, advertir que hay gente, alguna persona, esa mujer que parece cansada...¿Y si al mirarnos nos damos la posibilidad de existir?